martes, 12 de octubre de 2010

Amar para vivir.



Si decidiese enumerar las cosas que formaban su vida (no parte de su vida, su vida) serían los detalles más tontos: el olor personal que una misma no siente, el frío al salir de entre las sábanas, los pelos de su gata impregnados en gran parte de su ropa, los corchos para las fotos, sus pendientes, sus gorros de invierno para que no se le encrespe el pelo, sus textos (los que ella escribe, y los que son escritos para ella), sus no desayunos, su pasión por el chocolate...

Podría redactar su vida a la perfección con un texto basado en puntos y seguido, así, con pequeñas cosas, pequeñas tonterías. Decidió hace tiempo que las grandes frases con mucho predicado y poco sujeto no le llevaban a ninguna parte, que la subordinación, ni para la sintaxis.
Llegó a la conclusión de que cuanta más complicación, más infelicidad, más caos del malo, más comederos gratis de coco que no eran nada sanos. Que mejor si la vida la forman los detalles, los pequeños cariños, las pequeñas manías, los pequeños momentos.

Y le iba bien, disfrutaba, se dejaba sorprender cada día por la rutina, por las mañanas con olor a café, las mismas canciones en los oídos para ir a clase, las mismas pocas ganas para estudiar por las tardes, las mismas conversaciones por las noches. Puede parecer aburrido, pero era el aburrimiento más feliz del mundo. Era como un pequeño vivir en la Toscana permanente.

Pero hay cosas para las que los pequeños placeres no están preparados. Para un gran amor, un pequeño comienzo no es suficiente.
Fue entonces cuando el mundo comenzó a girar de verdad, cuando los pequeños detalles fueron eso, pequeños. Cuando la rutina cayó en la mayor depresión del mundo y cuando ella empezó a sentir que ya no le bastaba con poco.
Que en ese momento su vida no se formaba con pequeños cristales. Su vida la formaba aquello, aquella cosa, aquel sentimiento desbordante que le impedía oler el café, saborear el chocolate y elegir bien sus pendientes. Aquello que la mantenía hora tras hora pendiente de un reloj, de un teléfono. Aquello que se alimentaba  a sí mismo día tras día, que crecía, que no se iba nunca.

Ella se dio cuenta de que el amor llegaba sin avisar, de que era cruel, violento, desesperantemente intenso y, sobre todo, totalmente aditivo.
Que lo odiaba y lo necesitaba, que quería olvidarlo y no podía vivir sin él.

Y se dio cuenta de lo peor de todo: que la vida, no sólo la suya, sino cualquier vida, es amor; ese amor caótico que no se servía de frases sencillas.

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