viernes, 29 de julio de 2011

Por lo general, las faldas de tubo, las chaquetas ajustadas y los tacones imposibles llenaban su armario, favoreciéndole las líneas y quitándole un poquito la respiración. Hacía tiempo que sabía andar con sus agujas, y su taconeo era firme y decidido en cada paso, cuando recorría las calles con la cabeza alta, la espalda erguida y la mirada desafiante y penetrante que no se apartaba de algún que otro intento de Don Juan que la comía con los ojos.
Los días de invierno añadía a su rutinario atuendo un abrigo elegante, gordo, oscuro, que (pensó cuando lo compró, acertadamente) le combinaría con todo las veces que la nieve, lluvia o fría niebla decidiese apostarse fuera de su ventana.

Perfectamente maquillada y vestida, y siendo conocedora, sin arrogancia, de su deseable envoltorio, salía todas las mañanas dispuesta a otro día rutinario, con sus tacones y sus bolsos de mano, seria, fría, mujer.
Cuando empezaba a oscurecer, salía de su también elegante y frío habitáculo donde había pasado horas tecleando, caminaba por el novísimo pasillo de su oficina y pedía, sin mirarlo siquiera, un ascensor a un botones que todas las tardes esperaba su llegada. En el taxi volviendo a casa nunca dejaba propina y, aunque educada, cortaba seca a los taxistas que llevaban muchas horas de conducción a sus espaldas y, como consuelo, buscaban algunas palabras ajenas.
La llegada a casa era tan rutinaria como el resto del día: tacones fuera, bolso en el perchero y abrigo perfectamente tieso, colgado también del mismo. Cena fría con frutos secos, contados (la cintura no se mantiene a base de Nocilla y chorizo de cantimpalo) y dos vasos de agua. Vistazo rápido y desinteresado a la televisión, pijama y a dormir.
Se podían contar las palabras salidas de sus labios al día con la mano, nunca una de más, a veces demasiado parca, dando de qué hablar a sus compañeras de trabajo, más parlanchinas y menos elegantes, que la miraban desde la curiosidad, la envidia y la lástima.

Años y años de misma rutina: maquillaje, embutirse en esos trajes, taconeo firme, tecleado rápido, vuelta a casa, hambre no saciada con aquella cena y cama.
Posiblemente esos años hubiesen seguido hasta que el maquillaje ya no pudiese tapar sus arrugas y los trajes imposibles hubieran sido imposibles de verdad, sino hubiera sido por una mancha en la pared del salón que cierto día alteró su vida. Alarmada ante una muestra tan burda de la imperfección, tuvo que llamar a su casero, que a su vez llamó a un pintor, que apareció allí media hora más tarde de la citada, a los dos días.
Desconfiada del ajeno personaje, ella decidió quedarse en casa aquél día haciendo algo que jamás antes se le hubiera ocurrido, salvo en algún caso de emergencia (como aquél era): llamar al trabajo: "hoy debo tomarme el día libre, asuntos personales". Era cierto que le debían muchos (muchísimos) meses de vacaciones porque nunca los había pedido, pero lo cierto era que ella jamás había tenido necesidad de hacerlo.
Cuando se personó allí el pintor, tarde, como ya se ha dicho, le abrió la puerta una elegante mujer elegantemente vestida y con una elegante mirada de infinito enfado que no se esfumó ni siquiera cuando él le pidió disculpas con la más encantadora de sus sonrisas y le dio explicaciones por su tardanza.

- El tráfico, señora, ya sabe usted.

Cuando llegó al salón y se le indicó todavía con enfado la ubicación de la mancha que debía ser eliminada de inmediato, para que ella pudiera volver a su rutina, el pintor se dispuso con todo, preparado para borrar esa imperfección que le quitaba el sueño a su dueña.
Ya pintando y sin esperanza de que la propietaria tuviera un detalle como servirle una cerveza, entretenerle con palabras, sonreírle o simplemente mirarle, el resignado pintor no reparó en la presencia continua y (si se hubiera dado cuenta antes) algo agobiante de la misma propietaria, que lo miraba desde abajo (él era alto, pero no medía los tres metros que tenía la pared de alto y la mancha estaba cerca del techo, por lo que debió usar una escalera que él se había facilitado). Al creerse solo, el pintor repartía alegremente y con algo de descuido la pintura que taparía la grieta, sin tener en cuenta las salpicaduras que podían mantener (dios no lo quisiese) la imperfección de la casa. Mientras repartía color a diestro y siniestro, el pintor canturreaba canciones con voz desafinada y con intención, alegre, como si estuviese pintando la obra de su vida. Mientras lo miraba, la seriedad de ella fue transformándose, primero en desconcierto, después, curiosidad, y acabó lamiéndole los ojos una sensación de alegría contagiosa que hacía que esbozara medias sonrisas cuando el pintor, en medio estribillo de su canción imaginaria, se movía torpemente, lo que las alturas desde la escalera le permitían.
De repente, como si se tratase de una sensación que hubiese estado siempre pero oculta, los tacones empezaron a hacer demasiado daño, la chaqueta se redujo un par de tallas y el moño que llevaba en el pelo se volvió demasiado tirante. Descolocada ante esta situación, ella murmuró unas torpes palabras, más para sí que para otro, que decían algo de retirarse un momento, ponerse algo más cómodo y volver enseguida.
Cuando atacó su armario en busca de una camisa más ancha, un jersey o incluso, un chándal, no encontró nada apropiado en su primer vistazo. Tuvo que mantener una ardua conversación con su ropero que se alargó unos cuantos minutos, pero, tras unos cuantos insultos, un par de collejas y un gran enfado por su parte, la dueña y señora de la mancha consiguió dar con una camiseta de tirantes blanca, muy ancha y con los agujeros de las mangas largos, que dejaban entrever un poco su sujetador de diseño y le llegaba por encima de las rodillas. Unos calcetines gruesos fueron el complemento perfecto de dicho atuendo, y el moño, en crisis por las nuevas sensaciones que atacaban a su señora, dejó paso a un pelo suelto algo alborotado.

Toda ella respiraba, tanto en el sentido literal (casi ni los pijamas le dejaban el tórax totalmente relajado) como en sentido espiritual: sus ojos ya no eran devastadores, el nudo de sus labios se había destensado, exhibiendo una boca grande, bonita, marcada con una levísima sonrisa. Las cejas relajadas, los brazos sueltos, los hombros algo más caídos; así volvió a la habitación donde se encontraba el pintor. La gota que colmó el vaso se dio cuando, volviendo a su posición de observadora, una gota de pintura atacó una comisura de su labio. Una risa que había residido como un virus en su estómago subió por su garganta y arremetió contra sus cuerdas vocales hasta conseguir salir afuera, deleitando a cualquier posible oyente con unos gorgoritos que pretendían ser risa, algo desafinados por la falta de práctica, pero puros y llenos de vida, que hicieron que el pintor, alarmado, se girase bruscamente, cayendo sin remedio desde su alta escalera.
Una vez allí, una risa más experimentada y ruda, la de él, se unió a los nuevos sonidos de ella y terminaron con ambos por los suelos, muertos de risa, llenándose del color yema de huevo que ella había exigido para su salón.
Cada nueva mancha en sus pieles era un nuevo motivo de risa, de complicidad, de juego y de una libertad que a él le sorprendía y a ella le desataba, una libertad que llenaba de color todos sus trajes perfectos y grises, incluso su gran abrigo, una libertad que ondulaba su pelo y revoloteaba por su camisa.
Cuando se repusieron de tanto color, ella le pidió más.

- Tráeme todos los cubos de pintura que tengas, vamos a pintar la casa: las paredes, los muebles, la ropa, los sentimientos, vamos a pintar todo.

Lo pintaron todo, como ella había pedido. Las paredes jamás fueron yema de huevo, fueron verdes, azules, rojas, contrastando con los muebles, que también se empaparon de esos nuevos colores que su dueña veía por vez primera. La ropa gris fue tirada por la ventana, el abrigo sirvió para hacer un estupendo mantel multicolor sobre el que cenaron los dos infinitas veces.

Los colores lo inundaron todo, incluso a ellos, que no pararon de pintarse nunca, bebiéndose la esencia con naranjas, amarillos y violetas, que se quisieron con rojos intensos, durmieron en lechos de azul oscuro, jugueteaban en verde y fueron libres y felices, con todos los colores que él iba sacando de sus cubos.

miércoles, 20 de julio de 2011

Dejó de andar cuando ya no pudo oír más el ruido de los coches; esa fue la señal que le advertía de que la civilización quedaba atrás, y ella podía por fin fusionarse con no se sabe muy bien qué karma que andaba buscando.
Apartó los pies de la calzada y se adentró en un bosque de trigo que le llegaba hasta la cintura y empezó a andar, como quien se sabe seguro del camino, con las palmas de las manos rozando el trigo y los ojos puestos en el amarillo que se le extendía por delante.
Sabiéndose sola, empezó a quitarse ropa que sentía que le sobraba, aún estando en octubre, para quedarse en tirantes y pantaloncitos cortos, que dejaban las piernas al aire para que las hojas le hicieran cosquillas. Anduvo descalza mucho tiempo, sin sentir dolor si pisaba piedras y sin cambiar de su cara su gesto: se sentía sumida en una paz tan total que casi parecía entrada en trance.


Normalmente era esclava del ruido del tráfico desde primera hora de la mañana, de las modas que le forzaban a lucir una delgadez casi obscena y de la prisa que tienen todos, aunque no vayan a ninguna parte.
Sin embargo hoy era toda suya, hoy quería saber cómo sonaba el silencio, quería convertir la sinestesia en realidad y ver los olores, sentir los colores y oler todo aquello que la rodeaba, que parecía puesto allí especialmente para ella; para que lo tocase, para que cada parte de aquél mundo le rozase y formase parte de ella.
Con las yemas de los dedos acariciaba los extremos de las plantas de trigo, despacio, con movimientos delicados y lentos, como si pudiera romperse en mil pedazos en aquél silencio sólo roto por el susurro del trigo y las hojas de algún árbol que asomaba al fondo.


Como si supiera el punto exacto, decidió pararse de pronto para tumbarse y sumergirse en un mar amarillo que brillaba aún más desde abajo, tumbada boca arriba, dejando pasar pequeños rayos del sol otoñal.
Allí tumbada pudo empezar a oír sus pensamientos, que llevaban demasiado tiempo acallados por el ruido de otras voces, otros quehaceres, otros ruidos que buscaban ser su eterna distracción. Pero allí, tan sola, tan quieta, tan pura, pudo oírse por fin de nuevo, y descubrió que se echaba de menos.
Pasó mucho tiempo oyéndose, oyendo sus pensamientos, que no eran más que meras frases inconexas que no le llevaban a ninguna conclusión final sobre nada, pero que eran suyos, que se reconocía en ellos; pensamientos antiguos y nuevos, oscuros y más claros, de mil colores y texturas, tan diferentes pero tan suyos. Los quería a todos por igual, y les pedía perdón por no haberles hecho caso antes, y los escuchaba con atención, como quien escucha las palabras de un sabio.
Le encantó conocerse y saber de sus diversas opiniones, tan distintas a las del resto de la gente, sólo por el hecho de ser suyas.
Tumbada en el trigo, boca arriba, sin moverse, se dedicó durante horas a reencontrarse consigo y a aprender a escuchar. Mimó a cada pensamiento, lo valoró y acunó hasta tenerlo bien aprendido, bien adentro, pasando después al siguiente. No se levantó hasta que no hubo hecho caso a todos ellos y, cuando lo hizo y desanduvo lo andado, fue dejando por los trigales todos los pensamientos que había ido guardando en los bolsillos y bolsos, chaquetas y mochilas. Ya no le hacían falta, ya los tenía dentro, y era posible que, en algún momento, alguien volviese a pasar por allí, alguna persona sin pensamientos que los pudiese encontrar y acoger, o más bien que fuese acogido por ellos.