miércoles, 20 de julio de 2011

Dejó de andar cuando ya no pudo oír más el ruido de los coches; esa fue la señal que le advertía de que la civilización quedaba atrás, y ella podía por fin fusionarse con no se sabe muy bien qué karma que andaba buscando.
Apartó los pies de la calzada y se adentró en un bosque de trigo que le llegaba hasta la cintura y empezó a andar, como quien se sabe seguro del camino, con las palmas de las manos rozando el trigo y los ojos puestos en el amarillo que se le extendía por delante.
Sabiéndose sola, empezó a quitarse ropa que sentía que le sobraba, aún estando en octubre, para quedarse en tirantes y pantaloncitos cortos, que dejaban las piernas al aire para que las hojas le hicieran cosquillas. Anduvo descalza mucho tiempo, sin sentir dolor si pisaba piedras y sin cambiar de su cara su gesto: se sentía sumida en una paz tan total que casi parecía entrada en trance.


Normalmente era esclava del ruido del tráfico desde primera hora de la mañana, de las modas que le forzaban a lucir una delgadez casi obscena y de la prisa que tienen todos, aunque no vayan a ninguna parte.
Sin embargo hoy era toda suya, hoy quería saber cómo sonaba el silencio, quería convertir la sinestesia en realidad y ver los olores, sentir los colores y oler todo aquello que la rodeaba, que parecía puesto allí especialmente para ella; para que lo tocase, para que cada parte de aquél mundo le rozase y formase parte de ella.
Con las yemas de los dedos acariciaba los extremos de las plantas de trigo, despacio, con movimientos delicados y lentos, como si pudiera romperse en mil pedazos en aquél silencio sólo roto por el susurro del trigo y las hojas de algún árbol que asomaba al fondo.


Como si supiera el punto exacto, decidió pararse de pronto para tumbarse y sumergirse en un mar amarillo que brillaba aún más desde abajo, tumbada boca arriba, dejando pasar pequeños rayos del sol otoñal.
Allí tumbada pudo empezar a oír sus pensamientos, que llevaban demasiado tiempo acallados por el ruido de otras voces, otros quehaceres, otros ruidos que buscaban ser su eterna distracción. Pero allí, tan sola, tan quieta, tan pura, pudo oírse por fin de nuevo, y descubrió que se echaba de menos.
Pasó mucho tiempo oyéndose, oyendo sus pensamientos, que no eran más que meras frases inconexas que no le llevaban a ninguna conclusión final sobre nada, pero que eran suyos, que se reconocía en ellos; pensamientos antiguos y nuevos, oscuros y más claros, de mil colores y texturas, tan diferentes pero tan suyos. Los quería a todos por igual, y les pedía perdón por no haberles hecho caso antes, y los escuchaba con atención, como quien escucha las palabras de un sabio.
Le encantó conocerse y saber de sus diversas opiniones, tan distintas a las del resto de la gente, sólo por el hecho de ser suyas.
Tumbada en el trigo, boca arriba, sin moverse, se dedicó durante horas a reencontrarse consigo y a aprender a escuchar. Mimó a cada pensamiento, lo valoró y acunó hasta tenerlo bien aprendido, bien adentro, pasando después al siguiente. No se levantó hasta que no hubo hecho caso a todos ellos y, cuando lo hizo y desanduvo lo andado, fue dejando por los trigales todos los pensamientos que había ido guardando en los bolsillos y bolsos, chaquetas y mochilas. Ya no le hacían falta, ya los tenía dentro, y era posible que, en algún momento, alguien volviese a pasar por allí, alguna persona sin pensamientos que los pudiese encontrar y acoger, o más bien que fuese acogido por ellos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario