viernes, 23 de septiembre de 2011

Rocío.

Al final del día las esperanzas siguen puestas en una maleta que todavía no he deshecho por no volver a hacer, total, lo que siempre pesan son mis "os voy a echar de menos" y unas cuantas tareas pendientes, de esas que nunca tacho de mi lista en la cartera.

Como siempre, con la noche llega Coldplay a recordarme momentos que ayer por la mañana dije que iban al reciclaje, con el resto de papeles, porque siempre los escribo y los miro una y otra vez, preguntándoles qué quieren decir, de dónde salen y, sobre todo, dónde van a parar. Y es que más que a dónde voy a parar, debería preguntarme por dónde quiero empezar.

Vamos a jugar a pensar que las maletas que tengo que hacer para dentro de tres patadas van mejor cargadas de todos los colores que quiero poner en mi cuarto, mi zulo, mi escondite. Con su cama que se mueve y su odiosa cenefa, pero mi cama, mi cenefa. Y a lo mejor es en esa pequeña ventanita al mundo de vamos a ser mayores donde decido lo que me parece bien y lo que me parece mal, donde me invito a empezar a desayunar y a empezar a volver a sonreír tanto como antes, tanto como siempre.

A lo mejor lo bueno era cuando conocía mis defectos y los intentaba cambiar, y no ahora, cuando los he cambiado y decido que me gustaba más el yo de antes, el que decidía hacerlo todo al revés para luego darle la vuelta. A lo mejor con tantas ganas de mejorar he cambiado, y vive Dios que eso sí que no lo quería.
Porque con complejos, con mierdas varias y con pocas ganas de vivir los domingos por la tarde, creo que yo me gustaba bastante.

Quizá incluso vuelvo a escribir de seguido, a hablar más alto de lo normal y a tener muchas ganas de muchas cosas, que lo jodido del verano es cuando se acaba, menos esta vez, que lo jodido ha sido el verano y lo bueno es lo que empieza ahora. Bendita rutina que vienes a rescatarme y a darme motivos para refunfuñar.

Qué bien y qué divertido se vive todo con menos comas, con más carrera, con tener prisa por nada y por sentir una agenda llena que quizá más que llena esté caótica, pero es que eso también es mi madurez, que a veces juega a ser niña y me vuelve un poco loca.
Pero es que, carajo, me gustaba eso. Yo era un desastre y me lo pasaba estupendamente, ¿quién me ha robado, aparte de mi odiado mes de abril, la prisa, las ansias, la vocecita aguda cuando estoy tontorrona y los mimos? A lo mejor pensaba, cuando me volvía seria, que eso era madurar. Pero madurar es más bien darme cuenta de lo que no es madurar... Quizá lo descubra con el tiempo, y madure y desmadure un par de veces a la semana antes de ponerme tacones los días de diario.

Quizá madurar sea reafirmarme en que soy niña para algunas cosas, en que los defectos que me ven los demás a lo mejor a mí me encantan y que no los quiero cambiar. Y si tengo que pensar un millón de veces algo, pues lo pienso, y quien tenga prisa, ahí tiene un sudoku para matar el tiempo.

Al final lo que pesa no es la maleta, sino la percha que lleva una encima. Al final lo que se echa de menos es lo que una era con ciertas personas. Al final lo que se recuerda era cómo olía cada uno, cómo hablaba con cada una, porque tengo esa manía a pegarme los acentos de la gente con la que hablo. Al final lo que yo quiero recuperar es ese poco sentido de la vida que tenía. Creo que antes la vida la vivía, hasta que empecé a verla viviéndose a sí misma y dejándome un poco al margen a mí.

Igual lo que toca es arrepentirme de mis arrepentimientos y volver a los defectos. A lo mejor lo que toca es volver a la imperfección.
Quizá era que los cappus sabían mejor cuando se le quedaba la nata en el labio, y yo le lamía la nata, el labio y el alma. A lo mejor los sueños más dulces eran los que vivía él a un milímetro de mi oreja, con sus manos en cualquier parte de mí, y mis ojos en cualquier parte de él.
Puede ser que los amaneceres jodiesen menos si el insomnio lo provocaban sus ganas-de, quizá encontré romanticismo en los atardeceres porque él me abrazaba por detrás cuando el sol se ponía.

Nunca me gustó el negro, hasta el día en que él apagó todas las luces y se dedicó a encenderme a mí. Antes de él el calor me agobiaba, ahora no sé vivir con frío.
Y yo sé que hay más cabezas locas que mueren por posarse sobre sus hombros, llorarle por el cuello y gemirle cuánto tiemblan sus huesecitos si él se acerca, pero también sé que sus oídos son míos y que escucha lo que yo le digo, más o menos bajo, más y siempre más deprisa, porque vivo con el miedo a que un día tanta felicidad se me agote y se me queden dentro las palabras que nunca le dije, que siempre le repito.

A mí me aburrían los besos largos hasta que se me pasaron las horas en un gemido después de dedicarme a él, los silencios los aprovechábamos en miradas, y los ciegos de alcohol se pasaban cuando él quería, cuando nos dedicábamos a tomar el aire, la risa, el tiempo, el huy qué bueno cuando es cosa de dos.

Que yo siempre fui de números impares, hasta que el plural y el nos le ganó el pulso al yo-me-mí-conmigo y no tuve más remedio que rendirme, que decirle que sí, que yo le decía que sí a todo y que él ni me preguntara, que me gustaba más cuando todo sonaba a exclamación. Los interrogantes se me acumularon en el pasado y todavía se me escapa alguno, por la costumbre.

Que a mí me gustaba ir de niña mona hasta que me quiso deshacer el moño en el pelo y me besó cada tirón, devoró con la mirada a mi yo despeinado y rompió mi goma en mil pedazos. Desde entonces voy despeinada a todas partes.


jueves, 15 de septiembre de 2011

Pongamos que hablo dé.

Si hace sol, puedo tumbarme en su hierba, que me moja, me pica, me hace cosquillas. Que me inunda de verde. Si hace sol, puedo irme a su mercado, con el bolso bien agarrado, a hablar con gentes de colores que me venden partes de sí mismos, cosas que han hecho, comprado o incluso robado. Puedo formar parte de una muchedumbre colorida que busca todo sin necesitar nada, algo que llene su día un poco más, algo que le pida ser suyo.
Cuando hace calor, puedo ir a reencontrarme con sus calles, de las que no me canso, que no se cansan de mí. Puedo recorrerlas, anchas, espaciosas pero con falta de espacio para quienes la transitan; puedo alzar los ojos y no ver el límite de sus edificios, puedo ver lo moderno y lo nuevo entremezclarse como si siempre hubieran existido así, necesitándose, coexistiendo.
También puedo ver sus calles pobres, más pequeñas, más solas, más bajas y más vivas. Más propias, más personales, más calles. Puedo andarlas a todas, verlas a todas, mirarlas a todas. Se me pueden desgastar los ojos en ellas porque no me cansarán nunca, porque siempre tendré ganas, porque aún apenas conociéndonos, ya son mías.

Cuando hace frío, puedo pasear mi bufanda por suelos resbaladizos, peleados con el agua y la poca nieve, puedo enfrentarme al aire frío entre bolsas de nuevas compras en las zonas centro, puedo mirar un cielo lleno de luces de colores que sólo aquí es tan fantástico y urbano a la vez.
Si hace frío, puedo ver a otras gentes al otro lado del cristal que andan, corren, se dan prisa o pasean, de uno en uno, en parejas, grupos. Los puedo ver a todos, formando parte de un ciclo que nunca descansa, de unos caminos que nunca se abandonan, de unos suelos que son siempre pisados.

Si llueve, puedo mojar mis botas por sus calles peatonales evitando o buscando charcos, puedo correr ante la inclemencia de sus edificios, que no me protegen del agua, que no me esconden una luna que ilumina a toda mi ciudad, inabarcable. Puedo sentir a mi ciudad empapada seguir latiendo igual, nunca para, siempre deprisa, nunca sola.

Nunca conoceré todos sus rincones, siempre será nueva, siempre será distinta. Mi ciudad me enseñará cada día una cara, me pondrá un paisaje según lo que yo quiera ver. Será melancólica, caótica, inabarcable, lejana, preciosa, mía. Suya.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Septiembre.

Este no era como sus septiembres. Sus septiembres eran fríos, grises, amenazaban con tormenta cada vez que pensaba salir de casa. Sus septiembres le llevaban una manta porque la iba a necesitar. En sus septiembres, ella subía la manta hasta la nariz y tenía ganas de chocolate caliente.

Este septiembre no. Ahora hacía calor, ahora las mantas le sobraban por todas partes y los chocolates calientes empalagaban e iban seguidos de largos tragos de agua helada.

Pero por lo demás todo seguía igual; igual de desastre, igual de mal alimentada, igual de despeinada y mal vestida en casa. Las persianas bajadas, no quería ver ese sol que le engañaba, que no debía estar ahí, que no anunciaba un otoño que sin embargo sí llegaba. Su salón seguía siendo igual de pequeño para muchos y gigante para ella, sus folios, acompañando a sus púas verdes, sus mantas que no usaba, sus motas de polvo, sus cascos, sus canciones tiradas. Todo por el suelo. Todo estaba allí, a su alcance. Su guitarra en una esquina, sus maletas, hechas y deshechas, su vida en un eterno viaje donde nunca llegaba a casa; siempre perdía las llaves.

Sus intenciones de cambiar, de mejorar. De comer fruta y recoger del suelo sus trozos de vida. De despedirse de su amado desorden, compañero fiel. De recoger sus fotos, de colocarlas, de mirarlas y reconocer a la gente que, sin darse cuenta, había decidido inmortalizarse allí, para ella, para ser pensados y queridos, para no irse nunca.
Sus ganas de estar sola, de no tener nada que hacer, sólo escuchar música muy alto, tan alto que ya no pudiese oírse a sí misma (ni a nadie) nunca más. Una música que llenase sus oídos, su mente, su corazón, su cuerpo. Una música que completase cada uno de sus vacíos, una música que le prometiese que nunca se iba a ir.

Sus tazas de café le recordaban corazones pasados. Rojas, negras, con dibujos, con letras, con poemas, con flores. Tazas que le recordaban que hubo gente, alguna vez, que las usó para tomar café por la mañana, a la mañana siguiente. Mañanas que habían sido el "after" de un previo, de una noche previa, donde había escuchado lo que no quería oír de ellos, donde había dicho lo que no sentía, donde había hecho lo que no quería.
Una vez cada dos meses, ella rompía todas sus tazas. Así pensaba que se rompían sus recuerdos, pero sólo se esparcían. Más pequeños, como cada trozo de cada taza, pero más, más numerosos, más difíciles de recoger. Odiaba sus tazas. Ella bebía café en vaso.
A veces también rompía vasos, pero eso no estaba programado.

Otras veces, escribía canciones. canciones que no eran buenas, canciones que nadie quería, canciones que eran borratajos de letras imposibles, que no tenían ritmo, que no tenían ganas de ser canciones.
Sus púas cogían polvo, igual que su guitarra, y sus dedos se encallaban el día que decidía volver a hacerle mimos, los mimos que mucho tiempo antes le dedicaba todos los días.


Pero ya no, porque su septiembre ya no era como sus otros septiembres y porque hacía tanto calor que ya no quería mantas, ni chocolate caliente, ni tazas rotas, ni ganas de romperlas.