sábado, 14 de enero de 2012

Debajito.

Los días naranjas son los que están debajo de las sábanas. Allí siempre hace calorcito agradable, que no asfixia, se juega con la complicidad de a dos, el mundo gira alrededor de un ombligo, que se ríe si lo tocas.
Ahí debajito, nunca es de noche. Los ojos que se encuentran en los días naranjas no se despegan hasta que se desgastan de tanto quererse entre las pestañas. Las risas cómplices suenan mudas, y retumban por dentro. Los dedos juegan con sus pares, se buscan y provocan un amor que sale por los poros, y quedan atrapados entre la piel y las sábanas. 
Dentro, en los días naranjas, no se promete nada. No se habla de mañana, ni de un minuto después. Ahí debajo el momento se alarga hasta que los ojos se cierran, y el futuro no existe y el presente nunca es pasado. Los segundos se quedan suspendidos, colgados de hilos invisibles que no se cortan, los relojes se quedan afónicos. Sólo cabe hablarse en susurro y entrecortado, de otra forma no se entiende. Que no conjuguen los verbos, que se cambien las tildes y las comas, que se salten las palabras; sólo se sabe de nosotros y de cosas que hagan juego con el naranja de alrededor.

En esos días, los bordes de la cama son acantilados, finis mundi, testigos de una negrura densa y profunda en la que no cabe pensar que haya nada más. Los flecos de las sábanas revolotean alrededor de las pieles que se hablan suave, y no hay más vidas que las que se puedan gastar ahí debajo. 

En lo naranja, no hay mayor distancia que la del roce de la nariz, ni números impares, ni derrotas, ni cobardes.

Seremos.

Desconfío, con cara felina, y me revuelvo evitando el contacto que tanto deseo. Miro y remiro, y no encuentra mi sexto sentido ese asidero de desconfianza al que amarrarme. 
Y cuando no tengo motivos para recelar, recelo aún más, porque los creo más sabios y por delante de mí, y busco con más ahínco y furor el gesto que me haga saber que va a doler.

Empiezo bien, intenso, rimado, y acabo en un ciclón de palabras que no se conocen y que no congenian, que no dicen lo que quiero decir cuando pienso, que no salen de mí ni llegan a ningún lado.
Por miedo a que me hieran, me hiero, y sufro las heridas de mí misma, mi enemiga constante, que tan poco se fía de mí y del resto. Y me revuelvo otra vez, ahora contra mí, y siempre salgo perdiendo.

Tú no. Miras de frente y conoces la profundidad de tu mirada. No expresas en tu cara más que lo que necesitas para mirar, y te sabes espejo de unos ojos que te miran porque se quieren ver. No convulsionas en juegos retorcidos; tienes brazos y mente abiertos, alma dispuesta, corazón en su sitio. Tú sabes el caos de fuera y lo calculas en orden por dentro, y te sitúas por encima y lo haces en silencio y vuelvo a mirarme en ti.

Tú no sabes mi nombre, y yo imagino el tuyo en millones de formas que nunca serán, que quizá nunca llegue a saber. Te nombraré mil veces y nunca girarás, te pensaré todos los días hasta que mi memoria te desgaste, hasta que sólo existas por dentro. Te querré más de lo que nadie que te conozca te pueda querer, y será porque yo no sabré quién eres tú, te dibujaré a mi antojo y serás perfecto, lo que nunca eres. Aún así, si te conociera, me gustarías más.

Abarcas mundos con los brazos, largos y caídos, que no siguen el camino de tus ojos cuando me miran. Me limito a sentirme pequeña si paso por delante y a relamerme en la sensación de pensarnos. Y es sólo un sueño, pero es mío, y aunque sea así, formas parte de algo que me pertenece. Me perteneces un poco, aunque no lo sepamos.

Tus ojos que escrutan sin juzgar hace que yo no desconfíe más. Que me lance de espaldas. Que sólo te vea a ti cuando te miro.

sábado, 7 de enero de 2012

Aquí la niebla cala profundo, baja hasta la altura de los tobillos y dificulta que se pueda ver más lejos de dos pasos. Aquí la niebla no estorba, porque ya vengo preparada para las goteras internas y no necesito ver para saber lo que tengo delante.

Aquí escribo igual, de lo mismo, con el mismo ritmo, color y forma. Y hay veces, como esta, que escribo sobre lo que ya sé, después de hacer un intento suicida de tirarme a un vacío que en realidad no existe, escribiendo cosas nuevas que me da incluso vergüenza escribir, porque parece un atisbo de novedad barnizado por la torpeza y el miedo. Y son muy así, las cosas de mi vida. Hacer lo que ya sé hacer porque lo hago bien y sentirme buena en una rutina que no acaba de llenar mis días.

Allí a veces es de otra forma, porque yo también me vuelvo un poco de otra forma y giro en cada esquina sabiendo que la novedad se va a chocar conmigo, si no me choco yo con ella antes, y me vuelvo un poco más valiente (pero sólo un poco). No hay niebla, un sol de justicia ilumina cada imperfección y me hace sentirme un poco desnuda frente al mundo, tan al natural. Pero eso se ha convertido en una virtud y encuentro mi coquetería en ir cada vez menos peinada y preocupada de la presencia o ausencia granil en la cara, y me noto más relajada y con un cutis más limpio. El día que las paradojas dejen de guiar mi vida empezaré a preocuparme.

Se quedó afónica la tinta que escribía sobre cómo hacer mal lo que había que no hacer, ya no tengo recaídas tras las que llorar o noches intensas que me hagan volver a una cama en la que me espera de todo menos el sueño. Ahora duermo más y los motivos para poner pies en el suelo por las mañanas son otros; aunque sea distinto y yo no sea muy amiga de los cambios bruscos, admitiré a regañadientes que me viene bien y que, a la muy larga y en retrospectiva, sentiré que tuve un golpe de suerte. De momento sólo siento el golpe.
Poco a poco, la vida pasa rápido y en estas edades más, pero los días siguen teniendo sus 24 horas y tampoco podemos pedir recortes de plantilla a los días de la semana. Saltar de dos en dos los escalones ya me han facilitado varios moratones que en días de lluvia siguen escociendo si los toco, habrá que saber andar más despacio y sin tacones.