jueves, 13 de octubre de 2011

Aquí.

Me tiene un poco martirizada, ese rollo de la retrospectiva. ¿Quién me va a decir a mí, dentro de unos años, cuánto he vivido, cómo, por qué, si lo he hecho bien o mal? Sé que yo no, sé que nunca podré echar la vista atrás y resumir en un folio por las dos caras cuánto, cómo de intenso, cómo de bien he vivido yo la vida, tengo muy mala memoria.

Que alguien me diga que estoy viviendo bien, que estoy viviendo rápido, que lo de ahora es un retroceso pero sólo para tomar carrerilla, que me digan que mis huellas se ven borrosas porque corro, porque voy directa a vivir algo que todavía no conozco pero que ya quiero.
Que me digan que tengo alas y que las voy a usar, que no se van a quedar en el fondo del armario, que no las va a engrisecer el polvo.

A lo mejor sólo se baja para coger más impulso en el salto, a lo mejor en el fondo del hoyo sólo hay linternas y cuerdas, a lo mejor toca estar abajo, muy oscuro, muy ciega, muy quieta, para subir, ver, correr. 
Que me digan que me van a dar impulso, que yo este mundo me lo como de un bocao cualquier día de estos, que sólo estoy esperando a que me entre el hambre.

Pero es que hace ya mucho que tengo hambre, hambre de muchas cosas. Me inunda un estómago vacío que no quiere más sofases, no quiere más pantallas en blanco que no sé llenar, que necesita vivir en la calle, en la gente, en todo lo que quiera hacer y que me pueda llenar un poco la vida que no sé si estoy dejando pasar.
Que le puedan las ganas a la vergüenza, a la inseguridad. Que este hambre de mundo que tengo se coma hasta la última gota del miedo y vaya a por más. Que a lo mejor sí pueda acordarme en un futuro lejano porque hay historias que son para no olvidar. Y yo quiero muchas de esas.

Que se me cansen las rodillas de andar, los ojos de ver, la boca de besar. Que me quede sin fuerzas, exhausta, que le venda mi alma cada día a un diablo, que me arrepienta todas las mañanas, que en mi caos yo me encuentre y me reconozca. Yo quiero que la vida se me canse por vivirla, no quiero que me duela. Abrir las ventanas, porque todo huele a cerrado, entrar mundos nuevos porque los de antes ya los desgasté, porque lamí hasta la última gota de cada sensación que ya ni existía. 

Que las carreteras se me queden cortas, que el Sol lo coja con ponerme de puntillas, que decida ver todo lo que me cuentan con mis propios ojos, pero no cansarme nunca de escuchar historias. 
Que me faltan muchos cafés con, que me falta esa risa que no deja respirar, el humo que no huele a tabaco, me falta una piel que se sepa mi piel, me falta un "vámonos" a secas, y que dé igual a dónde.

Hoy la noche tú la terminas aquí.



viernes, 7 de octubre de 2011

Cambiaba de una mano a otra sus pesados cuadernos al andar, le habían robado demasiadas veces como para seguir llevando carteras grandes, lo importante en costuras internas del pantalón, y sus libros de la mano. Esos folios tienen que pesarte la vida, le decía Maite siempre que le veía salir de casa con ellos. Pero esos folios pesaban varias vidas, todas las vidas que llevaban dentro. Esos libros pesaban todas las historias que contaban, pesaban cada lágrima que derramaban los personajes, pesaban cada beso, pesaban cada paisaje. Y por eso tenía que cambiárselos de mano, para que no se le cayeran sus historias, para que no se le desordenasen las miradas ni los acontecimientos. Todo tenía que estar como siempre, a ella le gustaba así.

Cuando llegaba a la nave el recorrido era siempre el mismo, pero siendo ya veterano por los caminos que pisaba y conociendo las esquinas más o menos roídas del edificio, se sentía nuevo todos los días. Miraba al techo, arqueando las cejas y abriendo un poco la boca, observando cada gotera, cada ventana, cada pintada. 
Las personas que lo ocupaban también solían ser las mismas, pero no las conocía, no hablaba con ellas, él nunca tuvo intención de cruzar ninguna palabra con nadie, hasta que ella le tiró un día de la camisa y le hizo saber con miradas que nunca tendrían una larga conversación.

El primer día ya llevaba sus historias, pero no se las cambiaba de mano, no le importaba que se desordenasen las hojas. Él había decidido llevar sus historias a morir allí o, por lo menos, a emanciparlas muy tempranas, muy verdes, muy bebitas para arreglárselas solas. 
Él ya no quería a sus historias, aunque ellas lo quisieran a él. Él no quería leerlas, ni contárselas a nadie, no quería que se publicasen, no quería que saliesen afuera porque se había cansado; le había cansado el esfuerzo de pensarlas, de crearlas, de mimarlas. Y ya tan agotado como estaba no podía darles más. Eran sus historias, pero él ya no las quería.

Maite le habló de esa nave, le dijo que allí morían muchas historias, muchas canciones, muchos colores. Lo que nadie quería, los habitantes de esa nave lo adoptaban, le ponían nuevo nombre, nuevo oficio, y todos, habitantes, colores, historias, nave y demás, se las apañaban para vivir juntos y sentirse más o menos útiles, porque el resto del mundo no quería saber de ellos.

Pero sus historias no murieron allí, ni él pudo dejar de llevarlas todos los días, pesadas, en sus manos. Ella le había tirado de la camisa, y sus ojos le habían preguntado qué llevaba allí, qué pensaba abandonar. Él le entregó los folios, mezcla de miedo y distancia, sin comprometerse a publicitar esas hojas que ya le pesaban demasiado. 
Pero ella, todo ojos y preguntas que no salían, quería oír sus historias, no leerlas, y quería que las leyera él. Ella le llegaba por la cintura, tenía unos huesecitos pequeños, y la piel, más que cubrirlos, le caía por encima. Y lo demás era todo ojos. Boquita, naricita, deditos, y dos ojos negros que pasaban de los de él a sus folios, sus deditos en su tela, tirando hacia un sofá desvencijado en una esquina de la nave. 

Así que él leyó una historia, y los ojos de ella pidieron más. Leyó él y escuchó ella dos, tres, cuatro, todas las historias que él había hecho. Cuando ya no pudo leer más, ella le pidió que se los volviera a contar todos, cogiéndole los folios y reordenándoselos. Y lo demás eran ojos, y un nudo en la garganta de él que se iba deshaciendo de a poquitos cada vez que le repetía sus cuentos. Ella no se movía, los pies juntos, los deditos entrelazados, la espalda recta, las rodillas amoratadas que no tapaba su vestido, los ojos en él.

Perdió la cuenta de las veces que le releyó sus historias, pero de repente era de noche y ya le pesaban los folios y los ojos, entregó las hojas a la pequeña y se levantó. ¿Mañana? Nunca oiría más palabras que esa de ella, una vocecita tan frágil como sus tobillos, enfundados en zapatos varias tallas por encima de la suya.
Mañana vengo, y te las releo hasta que me quede mudo, o a ti se te caigan los ojos.