viernes, 23 de septiembre de 2011

Quizá era que los cappus sabían mejor cuando se le quedaba la nata en el labio, y yo le lamía la nata, el labio y el alma. A lo mejor los sueños más dulces eran los que vivía él a un milímetro de mi oreja, con sus manos en cualquier parte de mí, y mis ojos en cualquier parte de él.
Puede ser que los amaneceres jodiesen menos si el insomnio lo provocaban sus ganas-de, quizá encontré romanticismo en los atardeceres porque él me abrazaba por detrás cuando el sol se ponía.

Nunca me gustó el negro, hasta el día en que él apagó todas las luces y se dedicó a encenderme a mí. Antes de él el calor me agobiaba, ahora no sé vivir con frío.
Y yo sé que hay más cabezas locas que mueren por posarse sobre sus hombros, llorarle por el cuello y gemirle cuánto tiemblan sus huesecitos si él se acerca, pero también sé que sus oídos son míos y que escucha lo que yo le digo, más o menos bajo, más y siempre más deprisa, porque vivo con el miedo a que un día tanta felicidad se me agote y se me queden dentro las palabras que nunca le dije, que siempre le repito.

A mí me aburrían los besos largos hasta que se me pasaron las horas en un gemido después de dedicarme a él, los silencios los aprovechábamos en miradas, y los ciegos de alcohol se pasaban cuando él quería, cuando nos dedicábamos a tomar el aire, la risa, el tiempo, el huy qué bueno cuando es cosa de dos.

Que yo siempre fui de números impares, hasta que el plural y el nos le ganó el pulso al yo-me-mí-conmigo y no tuve más remedio que rendirme, que decirle que sí, que yo le decía que sí a todo y que él ni me preguntara, que me gustaba más cuando todo sonaba a exclamación. Los interrogantes se me acumularon en el pasado y todavía se me escapa alguno, por la costumbre.

Que a mí me gustaba ir de niña mona hasta que me quiso deshacer el moño en el pelo y me besó cada tirón, devoró con la mirada a mi yo despeinado y rompió mi goma en mil pedazos. Desde entonces voy despeinada a todas partes.


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