miércoles, 10 de noviembre de 2010

Los filósofos viajaban en Metro.

No, ella no escribía futuras obras maestras, no tenía la imaginación tan poderosa como para crear un mundo paralelo que discurriese a su antojo, no era (todavía) capaz de citar a demasiados autores, filósofos o músicos en sus textos.

No se sentía capaz de intimar con las teorías más o menos cuerdas de algún filósofo, aunque en su día hizo sus teorías propias que, a día de hoy, residen olvidadas en algún portafolios en su no tan lejana ciudad.
Se miraba al espejo mil veces antes de salir, y cuando por fin llegaba a la puerta, la sensación de que se le olvidaba algo siempre aparecía; esa sensación, en un gran número de veces, era acertada.

Todo aquél mundo nuevo le sorprendía e intimidaba. La gente era maravillosa: todos le sonreían, todos le mostraban lo a gusto que podía llegar a sentirse allí día tras día, todos tenían palabras para ella y todos hacían que ella fuese capaz de dejarse llevar por las conversaciones. Sin embargo había momentos en los que ella misma se entorpecía, en los que se volvía inepta, inculta, inadecuada para aquél mundo que ella había decidido, con un par de traspiés, pero en el que vivía a día de hoy, al fin y al cabo.

Aquella segura inseguridad siempre volvía, aquél no saber qué pensar de una misma. Tener dos concepciones antagónicas de una misma era algo que nunca pensó que pudiese darse y, sin embargo, allí estaba, ese sentimiento de ser demasiado y demasiado poco a la vez. Esa sensación de ser una persona especial y especialmente torpe, ese no saber a qué atenerse cuando miraba en sus propios pensamientos.

Cuando esto le pasaba, a menudo acababa tranquilizándose diciéndose que con 18 años muy poca gente sabe qué quiere hacer, dónde quiere ir e incluso quién es realmente.
Y aquél era el problema.
Ella se moría por conocerse.
Ella sentía que muchas veces, vivía en el cuerpo y la mente de una extraña.
¿Qué era aquél sentimiento? ¿Por qué no podía dejar de pensar en lo bien y en lo mal que escribía, que hablaba, que miraba...?
¿Cómo era ella, en realidad?
Y lo peor de todo: ¿cómo iban a llegar a conocerla los demás en profundidad, si ni siquiera ella se conocía?

En el Metro daba tiempo a pensar en demasiadas cosas... acabaría por decidir que, aunque fuese otro sacrificio económico en aquél mundo tan caro donde se había metido, compraría el periódico todos los días para centrarse en los problemas de los demás y olvidarse un rato de los suyos, si es que realmente había alguno.

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