viernes, 12 de noviembre de 2010

Disney mola.

Un día dejó de querer amores de barra. Decidió que ya estaba bien de los tipos que provocaban media sonrisa antes de irse, un vacío en el estómago que ella quería relacionar con el hambre y el gran hueco en el corazón que, directamente, no sabía con qué relacionar.

Decidió ser una adolescente más y sí, reivindicar el amor adolescente, el de las películas, el de Disney. Decidió que ella quería un amor así. O un amor así, o ningún amor. Punto. Y mira que ella era cabezona.

Quería un amor lleno de problemas, con noches sin dormir, no le importaban las ojeras. Quiso un sentimiento que le llevase al borde del abismo todas las veces que hiciesen falta. Un amor que implicase sufrimiento, sí, de acuerdo, lo quería.

Quería un amor que hiciese que todo lo pasado se olvidase con un beso, quiso los besos de las películas y las palabras de las películas, las miradas de las películas y los sentimientos de las películas.


Pero no quería ser actriz. No, eso no. No quería fingir, ni asumir un papel, ni dar pasión a besos descafeinados ni luz a las tardes grises.

Ella quería que (por una vez, aunque fuese) alguien le regalara las sonrisas a ella, alguien hiciera todo eso por ella, que alguien pusiese la magia y que ella sólo pudiese limitarse a mirarla, a quererla, a disfrutarla.



Y queriendo todo esto, llegó a la conclusión de que nunca había tenido nada parecido.

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