viernes, 4 de noviembre de 2011

Distinto. Y un poco raro también.

Ahora que mis ventanas lloran el agua que empapa mi paraguas, me pregunto si es común volverse un poco azul en invierno. Yo me siento azul, a todas horas.
Un azul oscuro, un azul profundo, casi exótico. Todo lo que me rodea me parece de ese azul (hasta que vengan las estupendas Navidades y lo vuelvan todo rojo por la Coca Cola). No concibo el día en invierno, hecho que antes me deprimía y ahora no, ahora creo que me vuelve más azul todavía.

Y vean que yo siempre he sido de marrones, sobre todo uso marrón para el suelo que piso: marrón con cordones, marrón plano o con tacones. Marrón limpio o sucio (eso depende de si las manchas se quitan o no), marrón claro u oscuro, pero marrón. No visto con azules. Pero es que quien es azul soy yo, o yo por dentro, mejor dicho. Azul oscuro.
Creo que me vuelvo más ligera. Mi ropa se ensancha, levanto menos las piernas cuando ando porque no me hace falta, los brazos apenas se mueven, los hombros bajos pero rectos. Ojos buscando otro azul, otro que se sienta azul. 
Pero no veo a nadie con cara de sentirse azul por la calle, porque todo el mundo aquí tiene prisa, porque los taconeos suenan fuertes y rápidos, porque nadie mira por mirar, fija el objetivo y no concibe que pase nada alrededor. Si bajamos escaleras y nos hundimos en el Metro no hay salida, no hay solución. No eres persona, ni azul ni de ningún color, sólo eres alguien sin prisa que corre para no alterar el ecosistema subterrenal. 

Pero si eres una chica lista, como yo, encuentras sitios donde la gente tampoco levanta mucho las piernas, con brazos colgando sin necesidad de moverse y muchas ganas de mirar alrededor porque no hay objetivo. Explico: esas calles suelen ser de suelo empedrado, horroroso para los tacones despistados que se cuelan por allí, y, en esta época del año, suele ser resbaladizo por el agua. Encima del suelo las luces escasean: no hay mucha lámpara, ni neón, ni luces de coches porque ahí se entra con los pies, las ruedas quedan fuera. Para no quedarnos sumidos en un negro profundo, iluminan las piedras que pisamos luces protegidas por escaparates, que dejan ver toda suerte de mundos más o menos vintage, más o menos grandes, más o menos geniales, pero todos con personalidad, con puertas por bocas y gentes por voz, que sonríen en todos los sentidos cuando dicen "hola". 
Son sitios para leer, para hablar, para reír, para beber. Son sitios donde la gente que tiene ganas de ser un poquito otra cosa que no está en el menú se reúne, a decirse cosas que los demás no saben, a recordar cómo era todo cuando era de otra forma, a traer esas costumbres que se perdieron y que no sabemos dónde buscarlas. Ahí se encuentra todo lo que se pueda buscar, y sin mirar demasiado. 

En esos sitios hay mucha gente azul, como yo. Pero hay otra que no lo es: hay tantos colores como piedras en sus suelos, hay tantas risas que ninguna se parece a las demás, hay tantas caras que sonríen y ojos que miran que parece que esa noche el mundo se ha concentrado allí.

Pero no está todo el mundo, sólo está una pequeñísima parte de él. Pero es esa parte la que hace que me guste sentirme azul, que me gusten las noches, los libros y las ganas de mirar.

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