jueves, 21 de abril de 2011

MV

Sólo hace falta coincidir, que llueva y que nadie más quiera salir de casa.
Nos basta con sentarnos en un soportal que nos ha visto crecer, jugar, caernos, reír y a veces incluso amar.
Tenemos entumecidos cada poro de nuestra piel pero lo pagamos con hablar, con 19 años sintiéndonos ancianos de 91, hablando de cómo pasa el tiempo y lo perra que es la vida cuando queremos echar la vista atrás.

Nos hace falta odiar algo para dejar de tenerlo y, por arte de magia, empezar a quererlo. Hace falta que me vaya para que arreglen mis canchas, para saber lo que es echar de menos y decir con la boca llena que llego a casa.

No, en realidad, no hace falta nada. Porque ocurre que vivimos, que el tiempo pasa, que crecemos sin darnos cuenta y el día que nos da por verlo, da miedo.
Ocurre que nos pasan cosas, ocurre que dejamos de ser tan niños y que la vida se vuelve dura. Y ocurre que valoramos de repente todo lo que odiamos en su día.
Mi pueblo, que es una capital de provincia, del que no he hablado bien a nadie y que no recomiendo, aparece ante mí como algo que me pertenece, o más bien, a lo que yo pertenezco.
Vuelvo a bajar sin nada en los bolsillos a saludar a gente que sí me ve. Vuelvo a ver caras conocidas que quiero a mi manera, vuelvo a sentir que soy una pieza de un puzzle que nunca sentí encajar, y que ahora aparece con todas sus piezas perfectas, contándome a mí entre ellas.

Hace falta una mirada, hace falta hablarlo con alguien que tampoco está aquí, que también se sintió forastero en su propio hogar un día y decidió buscarlo en otra parte.
Pero ahora hay dos hogares, incompletos, sin acabar, con goteras y sin luz todos los días, pero míos, propios, uno innato y el otro enteramente trabajado.

Ocurre que la vida ocurre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario