miércoles, 8 de junio de 2011

Forever Young.

Qué va a ser de nosotros cuando se nos marchite la juventud. Qué pasará cuando las lágrimas de amores y desamores se conviertan en grietas en la cara, cuando los ojos vivos, miradores de otros ojos y anhelantes de cualquier tipo de belleza decaigan; cuando las risas, los gritos, las carreras y los latidos sean sustituidos por la decrepitud del que se sabe viejo.


En qué se basarán los latidos frenéticos, a quién irán los pensamientos en las horas vacías en una vida que ya se agota, donde cada minuto es el último, donde la rapidez es un lujo totalmente fuera del alcance.
No nos da miedo morir, nos da miedo vernos morir.
Me da miedo la cama que recoge unos huesos vivos pero inmóviles, la niñez del anciano, la rabia del que se sabe inútil por haber vivido demasiado.
Me asusta la enfermedad que antes era pasajera y ahora me gana el pulso, la fragilidad sobre la que descansa el peso de las horas vividas.


Y da miedo la incertidumbre de los sentimientos. El perder la intensidad de todo, el amar, odiar y sentir descafeinado, el sabor insípido de comidas, besos y momentos, ver monocromático, reír las desgracias.
¿Será así dentro de unos años? ¿Será que los sentimientos también se agotan al uso?


Quizá seamos eternos, quizá el corazón, aún latiendo más débil, no se pique por dentro. Quizá no es menos, sino distinto. Quizá la madurez del que se sabe todavía vivo guarde un encanto apto sólo para los que ya se han descubierto.
Pero preferimos esto, ahora: esto. Lo conocido y lo intenso, los colores brillantes y las horas con alas, que convierten los días en minutos y los años en pestañeos.
Preferimos la locura de quien sabe que tendrá tiempo para arrepentirse, los errores deseados e indeseables, las borracheras de alcohol y juventud, los momentos que en su día nos pesarán y sólo podremos recordar.


Vivir y sentir lo que después permanecerá si lo memoramos.



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