Si era la propia luz del sol la que la despertaba por las mañanas, se desperezaba sonriente y de buen humor: iba a ser un buen día. En meses como julio, o agosto, se levantaba lento, despacio, como temiendo que algún movimiento brusco la rompiera en mil pedazos.
Eran mañanas de abrir los ojos despacio, de contorsionarse por la cama e ir apreciando poco a poco los detalles de su habitación. Y si daba la casualidad de que no había nadie más en casa, la sensación de calma y libertad alcanzaba su punto óptimo.
A veces, todavía entre el sueño y la realidad, se ponía música relajante para irse despertando, para que sus oídos volvieran a cobrar vida y su mente empezara a vibrar con cada nota.
Largo rato después, ya despierta pero perezosa, solía llamar a su gata, que la espiaba expectante desde la puerta de su habitación, esperando la mínima señal para subirse también a su cama.
Y así ya eran dos remolonas, que no se movían de allí porque eso era el paraíso, una acariciando a la otra, la otra dando pequeños lametazos en la cara de la primera.
Y así podían pasar horas.
Y ninguna de las dos notaba que ahí fuera estaba el mundo.
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