Ahí debajito, nunca es de noche. Los ojos que se encuentran en los días naranjas no se despegan hasta que se desgastan de tanto quererse entre las pestañas. Las risas cómplices suenan mudas, y retumban por dentro. Los dedos juegan con sus pares, se buscan y provocan un amor que sale por los poros, y quedan atrapados entre la piel y las sábanas.
Dentro, en los días naranjas, no se promete nada. No se habla de mañana, ni de un minuto después. Ahí debajo el momento se alarga hasta que los ojos se cierran, y el futuro no existe y el presente nunca es pasado. Los segundos se quedan suspendidos, colgados de hilos invisibles que no se cortan, los relojes se quedan afónicos. Sólo cabe hablarse en susurro y entrecortado, de otra forma no se entiende. Que no conjuguen los verbos, que se cambien las tildes y las comas, que se salten las palabras; sólo se sabe de nosotros y de cosas que hagan juego con el naranja de alrededor.
En esos días, los bordes de la cama son acantilados, finis mundi, testigos de una negrura densa y profunda en la que no cabe pensar que haya nada más. Los flecos de las sábanas revolotean alrededor de las pieles que se hablan suave, y no hay más vidas que las que se puedan gastar ahí debajo.
En lo naranja, no hay mayor distancia que la del roce de la nariz, ni números impares, ni derrotas, ni cobardes.